Las taquillas cerraron temporalmente, sin embargo, las interminables colas eran tan o más largas que la distancia entre el suelo y la cima del Everest. Pues, aunque las entradas aguardaban entre las manos de algún que otro ricachón y éste, no tenía intenciones de ponerlas a la venda, la multitud no se rendía. A pesar del calor corporal que fluía entre cuerpo y cuerpo y la pesadez del cansancio, la gente seguía aún sin rendirse, y eso me encantó. Me encantó de tal manera que mi cerebro me hizo darme cuenta de que era débil, flacucha y más débil. Y, por primera vez en mi vida, me atormentó. Había algo entre ellos y yo que no encajaba, no había cohesión, ni relación; llegé a la conclusión de que era diferente, aunque no en todos los sentidos: caminaba, dormía, sonreía, miraba, todo lo hacía igual pero no de la misma manera. Ellos reían, no sonreían; obserbaban, no miraban; no dormían, soñaban. Y aunque esas capacidades tan remotamente imposibles para mí parecían pasar desapercividas, las pillé. Las pillé en el momento más inesperado: en el primer segundo después de entrar en acción.
Pero no dijieron nada, quedaron en silencio, casi muertas, esperando palabras que nunca llegaron a ser escuchadas, o tal vez sí pero aún no lo sé. Creo que ese silencio tras el ruido de la gente, tras los gritos de los niños, tras la sudor de la multitud, se dejaron caer. Y fue exactamente en aquél momento cuando supe que ellas era igual que yo: débiles, flacuchas y más débiles. Que aún esperan que les enseñen las reglas de "vivir feliz" algun día, igual que yo. Las que, normalmente, se encojían e uýan, una y otra vez... igual que yo.
Esperando que alguien las recojiera del infinito suelo, donde fueron pisadas por millones de personas como ellos, los de mi alrededor, los que tienen una voluntad de cojones, los que aún sigen en pie esperando algo que quién sabe si llegará... pero ellos no se rinden, resisten.
jueves, 15 de octubre de 2009
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